No fue casualidad que hiciera frío. Caminaba a dar clases -como cada día-, con el cabello a medio peinar, vestido de tela suave y sandalias cómodas porque era verano, pero sentía un frío invernal. De hecho, comenzó a llover. Era de noche, pero no era algo extraño para mi. Salí corriendo por una plaza desconocida, con una fuente en el medio y entré a un salón de clases. Mis colegas me advirtieron que hacía frío, como si no lo notara ya, y rogaron que me fuera a casa, que no había clases porque las bajas temperaturas hicieron colapsar varios sitios a punta de inundaciones. Cuando escampó y logré salir, sentí el agua helada en mis pies pero por alguna razón no quería correr ni refugiarme de nuevo. Eran como unas ganas incontrolables de vivir aquel momento en aquel lugar.
Por mi lado pasó un niño. Le acaricié el cabello porque lo confundí con el hijo de una vieja amiga. Cuando alcé la vista, ella venía directo a mi encuentro con su hermano al lado; iban agarrados de la mano, como siempre los había visto caminar. Ella me saludó, yo hice un gesto amable con la cabeza y sonreí a medias. No te miré ni te saludé; seguí caminando alrededor de la fuente de aquella plaza, con el corazón latiendo de modo inversamente proporcional a la lentitud de mis pasos. Luego, sentí que posaron un hielo sobre mi hombro: era tu mano. Tu mano congelada, no tenía dudas. Al voltearme, vi tu brazo extendido hacia mi, te vi sonreír como antes, mucho antes de todo, sonreír de verdad. Me dijiste "ven, acompáñanos... siempre lo hacías" y me excusé diciéndote que ese "siempre" se había terminado. Insististe y no pude contenerme: en esa realidad creí que todo era como antes, aunque sentía el frío, aunque seguía siendo de noche.
Debí haberlo sospechado, porque tanto frío en pleno verano y tanta noche en un día no era algo común. Te dije que me esperaras, que iría por un abrigo a mi salón de clases. Quería contarte tantas cosas, saber qué hiciste todo este tiempo, ponernos al día como dos viejos amigos que se encuentran después de años sin verse. Pero por más que corrí sobre el agua fría, por más que cerré los ojos queriendo retenerte, por más que el hielo en mi hombro no se derretía, el timbre del colegio y la alarma me hicieron abrir los ojos, el frío cesó con el edredón y la luz del día se mezcló con la pared blanca, devolviéndome a la realidad de mi vida sin ti.