Perdí la cuenta de la cantidad de veces que escribí aquí -o en cuanto papel, cuaderno, espacio se me cruzara- todas las ganas que tenía de amar a alguien, el miedo que sentía al pensar que existía la posibilidad de que eso que yo tanto deseaba no llegara nunca, la no expresada resignación a que mi vida sería eso: yo, mis amigos, mi familia. Llevándolo a analogías de películas, yo sería esa Fiona de Shrek 4 que nadie rescató nunca de la torre (por cierto, súper innecesaria Shrek 4). Perdón por ese momento tan empalagoso, pero creo que ya están acostumbrados. Y si no, vayan a buscar agua.
Nuestra historia empezó mucho antes de lo que quería admitir. Llegó a mi vida muchas lunas antes de siquiera imaginar que podíamos llegar a tener lo que tenemos hoy. Nunca lo vi, ni siquiera la noche que nos dimos el primer beso (que fue más por deseo y ganas que por otra cosa). Nunca lo vi realmente, hasta una noche que me preguntó por mi pasado. "Es un tema delicado" le dije. No mentía, nunca miento al respecto. "Tengo la mente abierta", respondió. 'Ojalá', pensé. Le conté todo. Lloré, porque todavía me pesa, me duele. Esa noche lo vi... lo vi más allá de todo. Vi algo en sus ojos que todavía no puedo describir, pero esa noche dentro de mi se movió un milímetro, como para que yo no me diera cuenta, ese muro que me costó tantos años construir, el que me había mantenido fuerte todos estos años.
Lloré mucho después de eso. Lloré porque no quería ilusionarme y que fuese sólo sexo; lloré porque, como Dr. Strange, vi un montón de futuros posibles y en muchos yo salía perdiendo; lloré porque algún día nos vamos a morir y se terminará toda la magia; lloré porque él estaba derrumbando mi muro anti-amor; lloré porque Abbie no podía creer lo que nos estaba pasando; lloré porque no me sentía merecedora de todo el cariño que estaba recibiendo de repente; lloré porque no me quería enamorar y también porque sentía que no había vuelta atrás... lloré tanto el primer mes, que me sorprende que no se haya asustado. Y cada vez que yo lloraba, él me hablaba y me abrazaba y yo sentía una paz que nunca antes en mi vida había sentido. Por eso me quedé.
Luego de toda esa intensidad, empezamos a vivir "la normalidad", y esa normalidad me gustó. Y yo también le gusté. Así que nos quedamos.
Me pasó en el amor lo que me pasó con el inglés: cuando dejé la obsesión de que lo necesitaba, fluyó. Aunque todavía no me arriesgo 100% con el inglés -y creo que tampoco con el amor-, ya no hay vuelta atrás. Y me alegra.
PD: Quédense en casa, este escrito es consecuencia de esta pausa obligatoria en la vida cotidiana (que seguramente no volverá nunca a ser lo que era).
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