Señorita, perdone que la importune con esta humilde misiva, pero considero necesario aprovechar esta única oportunidad de valentía que me otorga el alcohol que hoy bebí -cosa que nunca hago- para expresar en estas pocas servilletas todo lo que hasta ahora he callado.
Es cierto que usted no me conoce, ni yo a usted, pero he pasado cada noche de cada viernes desde hace un año contemplando su hermosa presentación en este mismo lugar desde el que le escribo -mesa 23, por si le interesa-. Desde aquí puedo escuchar la perfecta sinfonía de su voz al cantar, entre muchos otros, mi bolero favorito; puedo divisar el momento en el que se entrega a la melodía, cierra los ojos y toma el micrófono con ambas manos, evitando un escape imposible; pero debo confesar que el mejor momento de su actuación es cuando sube las rodillas y despega los tacones del suelo, alarga una pierna y la posa suavemente sobre la otra, como si no le pesara, exponiendo al público su perfil radiante. Esto, evidentemente, cuando canta sentada, que agradezco que sea la mayor parte del tiempo, porque cuando se levanta temo que mi corazón no resista un viernes más.
Me declaro irremediablemente adicto a su voz. Me parece oportuno aclararlo, dado que acabo de releer las servilletas anteriores y los halagos que allí describo no se dirigen precisamente a su calidad vocal. A estas alturas, ya no estoy tan seguro de entregarle estas servilletas; creerán que estoy solicitándole un repertorio demasiado extenso y me tildarán de abusivo e irrespetuoso con la dama que nos deleita.
Todo lo anterior es un preámbulo demasiado extenso para que mi mano izquierda tomara el valor de invitarle un café, o dos, ya que no se me da lo del alcohol y de noche ya la he visto suficiente, si me permite el atrevimiento de confesárselo de nuevo. Podría ser mañana o el domingo, si no entorpezco sus planes y sin ofender a su pareja o pretendiente, en caso de que exista. Me gustaría saber más de usted, de su día a día, observar lo que la miopía y la oscuridad del bar no me permiten verle. De nuevo me disculpo, sobre todo, por la verborrea que aquí expongo. Me despido informándole que le dejaré una última servilleta con mi nombre, el número de mi casa y mi dirección, por si acaso lo llega a necesitar. Esperaré con todo gusto su respuesta, que ojalá llegue.
PD: Disculpe nuevamente el atrevimiento, pero es que la acabo de ver salir y, señorita, sinceramente, ¡qué hermoso le queda ese vestido negro!
Todo lo anterior es un preámbulo demasiado extenso para que mi mano izquierda tomara el valor de invitarle un café, o dos, ya que no se me da lo del alcohol y de noche ya la he visto suficiente, si me permite el atrevimiento de confesárselo de nuevo. Podría ser mañana o el domingo, si no entorpezco sus planes y sin ofender a su pareja o pretendiente, en caso de que exista. Me gustaría saber más de usted, de su día a día, observar lo que la miopía y la oscuridad del bar no me permiten verle. De nuevo me disculpo, sobre todo, por la verborrea que aquí expongo. Me despido informándole que le dejaré una última servilleta con mi nombre, el número de mi casa y mi dirección, por si acaso lo llega a necesitar. Esperaré con todo gusto su respuesta, que ojalá llegue.
PD: Disculpe nuevamente el atrevimiento, pero es que la acabo de ver salir y, señorita, sinceramente, ¡qué hermoso le queda ese vestido negro!
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